A los que fuimos héroes

por David Alberto Franco

Érase una vez un niño —como cualquier hijo o hija— cuyos ojos curiosos veían a dos figuras capaces de todo.

Sus manos eran herramientas y magia. Unas, fuertes y hábiles, podían construir castillos de sueños y reparar juguetes rotos. Otras, suaves y cuidadosas, curaban heridas con un beso y transformaban días grises en días llenos de luz.

Sus palabras, firmes y tiernas, eran un refugio: fuente de respuestas, consuelo y ánimo.

—¡Papá y mamá siempre saben qué hacer!— decía con esa certeza que sólo la inocencia puede dar.

Ellos eran los héroes que lo levantaban hasta el cielo y envolvían en una coraza impenetrable cuando el miedo acechaba. Los protectores que ahuyentaban monstruos y llenaban las noches oscuras de seguridad.

En los días de escuela, cuando las tareas parecían montañas imposibles, estaban ahí. Con paciencia infinita, una sonrisa tranquila y el deseo de enseñar, repetían:

—Inténtalo otra vez... tú puedes.

La verdadera lección no era sólo resolver problemas, sino aprender que valía la pena esforzarse y perseverar en todo aquello que uno emprendiera o asumiera como responsabilidad. Cada enseñanza llevaba consigo un amor profundo, como un susurro que decía:

—Estamos contigo... siempre.

En las noches de fiebre, cuando el pequeño cuerpo buscaba refugio y la mente anhelaba paz, ellos permanecían despiertos. Se turnaban para sostener la frente sudorosa, para cuidar cada detalle, para rogar a Dios la salud que sus manos no podían dar. Las horas eran largas, el cansancio pesado... pero el amor era más fuerte. En su vocabulario no existía la palabra “rendirse”. Y aunque esos desvelos quedaran en el olvido cuando la salud regresaba, ellos sabían que cada momento había valido la pena.

Desde el principio, le hablaron de Dios. Fueron sus guías, desde la cuna, para conocer a Jesús. Con cada palabra, abrazo, canto, lectura y oración, sembraron en su corazón la fe y la certeza de que el amor divino estarían presentes en cada paso.

El tiempo pasó. Llegó el día en que ya como adulto, dejó el hogar para formar su propia familia. Con lágrimas contenidas, corazones llenos de gozo y sonrisas de orgullo, lo vieron partir. En ese instante, desfilaron en su memoria las risas, los abrazos, las caídas y las victorias compartidas. Ya no eran los héroes de sus días, pero sí los siervos agradecidos de Dios, conscientes de haber cumplido su misión: amar, cuidar y prepararlo para un futuro lleno de promesas.

La vida había seguido su curso y, con la adultez, llegó también el momento de verlos con otros ojos. Notó sus defectos, sus errores y sus límites. Y, sin darse cuenta, olvidó que alguna vez los había visto como héroes. Ellos aceptaron en silencio ese cambio… y también los juicios. Ya no corrían detrás de la criatura, ya no la levantaban en brazos. Aun así, buscaban serle útiles: un consejo prudente, una comida preparada con cariño, una palabra que levantara el ánimo, un tímido “te amo”, un abrazo que intentaba decir lo que las palabras ya no podían.

Cada noche, cuando nadie los veía, levantaban sus manos al cielo y oraban. Susurraban su nombre como quien pone una joya en manos seguras, pidiendo a Dios sus cuidados, su guía y su protección durante las tormentas que enfrentaría en la vida. Rogaban que, aun en medio de la aflicción, supiera que la presencia cercana de su Creador era segura. Oraban con esa fe que sólo tienen quienes han entregado todo su corazón a Dios y a los suyos.

Porque, aunque ya no fueran héroes, seguían siendo padres. Y eso bastaba para seguir amando sin condiciones...

A los que fuimos héroes una vez, a los que guardamos en el corazón esas miradas llenas de asombro y amor, les digo: no dejen de amar, no dejen de orar, no de luchar de rodillas. Aunque nuestros hijos ya no nos vean como gigantes, caminan sobre las huellas que dejamos. Sí, cometimos errores, nos equivocamos en ocasiones. Sí, no siempre tuvimos las respuestas. Pero nuestra motivación siempre fue el amor a Dios y a ellos, y el deseo de que sus vidas fueran bendecidas. Entregamos tiempo y vida, con ilusión y alegría, sin reclamos.

Y aunque olviden que alguna vez fuimos héroes, el amor que les dimos, el Dios que les presentamos y el Salvador al que los guiamos permanecerán con ellos para siempre.

A todos los padres y madres cristianos que, en su humanidad, reflejan la gracia de Dios, los animo: sigamos sosteniendo a nuestros hijos en oración. Oremos no sólo por sus pasos de hoy, sino también por el día en que ellos mismos sean vistos como héroes por sus hijos… y por ese otro día, inevitable, en que dejarán de serlo. Que el Señor les conceda sabiduría para vivir con humildad la admiración y fortaleza para soportar el silencio, el juicio o el olvido, si acaso estos llegaran. Sigamos poniéndolos en las manos de Dios, porque, sin importar cuán lejos caminen o se alejen, nuestro amor y nuestras oraciones siempre los alcanzarán.

¿Saben? Hoy entiendo un poco más el amor de nuestro Padre celestial.

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